|
Actos que representan un peligro general
(interestatal) considerados como delitos contra el derecho de gentes.
Traducción de Mónica Sumoy Gete-Alonso.
Se cumplen 60 años de la Convención
para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, adoptada por la
Asamblea General de las Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1948. El
suceso está íntimamente vinculado a la Shoá como acontecimiento singular
que marca la historia de modo indeleble. La fecha evoca a Rafael
Lemkin, polaco, abogado, quien había solicitado a la Liga de las
Naciones que se declarara "acto de barbarismo" cualquier forma de
exterminación masiva de personas. Luego de la invasión nazi a Polonia en
1939 Lemkin se unió a otros judíos como él para organizar la
resistencia. Sobrevivió a la matanza huyendo a Suecia y luego a los
Estados Unidos.
En 1943 inventó la palabra genocidio para, como dijera Kofi Annan,
ex-Secretario General de las Naciones Unidas, "darle un nuevo nombre a
un viejo crimen". En 1944 la palabra apareció impresa por primera vez en
el libro "Axis Rule in Occupied Europe", obra del propio Lemkin. En
1946 logró que las Naciones Unidas reconociera al genocidio como un
crimen internacional.
Pensar en Lemkin es recordar a miles de hombres y mujeres de
distintas nacionalidades quienes, como él, lucharon contra el imperio de
la barbarie.
Baruj Tenembaum
.Los delitos contra el derecho de gentes considerados en general
El concepto de delito contra el derecho de gentes
procede de la lucha solidaria de la comunidad civilizada contra la
criminalidad. Desde un punto de vista formal, esta solidaridad se plasma
en el principio de represión universal, que permite juzgar al criminal
en el lugar de su detención (forum loci deprehensionis), cualesquiera
que sean los lugares donde se ha cometido el crimen y la nacionalidad
del autor. En virtud de dicho principio, si el acto delictivo se cometió
en el territorio del Estado A pero su autor ha sido detenido en el
Estado B, este último es quien debe juzgarlo por el acto perpetrado
fuera de su territorio. Semejante autor es considerado como enemigo de
toda la comunidad internacional, por lo que será perseguido en todos los
Estados en razón de un acto calificado de dañino para el conjunto de la
comunidad internacional.
Dicho principio de represión universal no se aplica
a todas las infracciones, sino sólo a las que se estiman especialmente
lesivas para la comunidad internacional cuyos intereses amenazan, ya
sean intereses materiales o morales (delitos contra el derecho de
gentes). El propio hecho de que las infracciones de esta naturaleza sean
punibles pone de manifiesto la existencia de una conciencia jurídica de
la comunidad jurídica internacional civilizada. Conviene recordar, en
apoyo de esta tesis, que ciertas infracciones o ciertos actos ilícitos
cometidos en el territorio del Estado A suscitan reacciones espontáneas
de los otros Estados, las cuales se exteriorizan a través de la prensa,
de protestas colectivas públicas o, incluso, de actuaciones diplomáticas
en apoyo de las víctimas de tales infracciones (intervenciones
humanitarias).
La I Conferencia para la Unificación del Derecho
Penal, reunida en Varsovia en 1927, calificó como delitos contra el
derecho de gentes los que siguen:
a) la piratería;
b) la falsificación de monedas metálicas, otros efectos públicos o billetes de banco;
c) la trata de esclavos;
d) la trata de mujeres y niños;
e) el uso doloso de cualquier medio capaz de causar un peligro común;
f) el tráfico de estupefacientes y
g) el tráfico de publicaciones obscenas.
Esta lista ha sido ampliada en posteriores
congresos (entre otros, en el I Congreso de Derecho Comparado de La Haya
de 1932). Asimismo, las investigaciones científicas han emprendido la
vía de la definición de nuevos delitos contra el derecho de gentes,
como, por ejemplo, la tipificación de la propaganda de la guerra de
agresión, debida a la iniciativa del profesor E. St. Rappaport.
Con todo, sería un error contemplar la citada lista
como acabada. La previsión del legislador es menor que el ingenio de
los criminales; la abundancia y la variedad de los fenómenos hacen que
ciertos actos llamen la atención del legislador sólo cuando se han
convertido en peligrosos para la sociedad.
Consecuencias que se desprenden de considerar el terrorismo como delito contra el derecho de gentes
Con motivo de la invitación especial del Comité
organizador, invitación por la que me siento muy halagado, tengo el
honor de presentar a la Alta Conferencia el informe sobre una cuestión
de Unificación del Derecho Penal harto debatida a lo largo de las
Conferencias Internacionales y respecto a la que a día de hoy no se ha
alcanzado un acercamiento ni un acuerdo entre las opiniones de los
especialistas expresadas al respecto. Dicha cuestión está relacionada
con la iniciativa de la Conferencia de Varsovia (1927), que incluyó
entre los delitos contra el derecho de gentes «el uso doloso de
cualquier medio capaz de hacer correr un peligro común». La III
Conferencia para la Unificación del Derecho Penal (Bruselas, 1930) debía
de ocuparse de codificar tales delitos tomando como punto de partida
para dicha deliberación la fórmula de la Conferencia de Varsovia citada
incidentalmente.
El comité organizador de la Conferencia de Bruselas
añadió a la fórmula varsoviana, entre paréntesis, la palabra
«terrorismo». Este añadido accidental adquirió tal importancia que luego
se trató como tema principal, en detrimento de la cuestión originaria;
se dejó de lado el uso doloso de cualquier medio capaz de hacer correr
un peligro común en el intento de codificar un delito nuevo: el
terrorismo.(1)
Esos esfuerzos que no vieron coronados por el éxito
ni en Bruselas ni en París. Por otra parte, la tarea tipificadora
tampoco pudo llevarse a término, por cuanto el terrorismo no se
corresponde con una forma legislativa sintética. La palabra «terrorismo»
no constituye concepto jurídico alguno; las voces «terrorismo»,
«terroristas» y «actos de terrorismo» son expresiones empleadas en el
lenguaje corriente y en la prensa para designar una especial disposición
de ánimo de los criminales que con sus acciones cometen además delitos
concretos. Así pues, estaba en lo cierto el profesor Rocco al plantear,
durante el debate de la Conferencia de París, que el terrorismo no
presenta una concepción uniforme, sino que abarca una gama de actos
delictivos de naturaleza dispar.
En este orden de cosas, entendemos que la creación
de un nuevo delito contra el derecho de gentes denominado «terrorismo»
sería inútil y superfluo; habría que volver más bien, mutatis mutandis, a
la fórmula de Varsovia y, mediante su análisis, elaborar una serie de
disposiciones relativas a los actos tan perjudiciales y peligrosos para
la comunidad internacional que su carácter de delito contra el derecho
de gentes fuera unánimemente considerado por todos como indicado y
necesario, y no suscitara objeción alguna. Ahora bien, la idea de
peligro común en la que se basa la fórmula varsoviana es demasiado
limitada; debe ampliarse todavía más. No se trata estrictamente del
peligro común, sino de una noción más lata, el peligro general, al que
denominaremos «peligro interestatal». El peligro común amenaza a los
sujetos individualmente indeterminados, o a una cantidad indefinida de
bienes de un territorio más o menos determinado, mientras que el peligro
general (o interestatal) amenaza a los intereses de diversos Estados o
de sus habitantes.(2)
Así, por ejemplo, el incendio de una casa es un
delito que consiste en provocar el peligro común, porque el fuego puede
propagarse a las casas vecinas; sin embargo, tal acto no puede
calificarse como un delito contra el derecho de gentes, pues no
representa ninguna amenaza para los intereses de la comunidad
internacional.
Partiendo de la fórmula de Varsovia, modificada in
fine como sigue: «cualquier medio capaz de hacer correr un peligro
general (interestatal)», tengo el honor de proponer a la Alta
Conferencia que sean clasificados entre los delitos contra el derecho de
gentes los siguientes delitos: a) los actos de barbarie; b) los actos
de vandalismo; c) la provocación de catástrofes en la comunicación
internacional; d) la interrupción dolosa de las comunicaciones
internacionales por correo, telégrafo, teléfono o radiotelégrafo; y e)
la propagación del contagio humano, animal o vegetal.
Los actos de barbarie
Tras analizar los fundamentos de ciertos delitos
contra el derecho de gentes, tales como la trata de blancas, niños y
esclavos, hemos de concluir que se juzgan punibles; ello es así en
virtud de los postulados humanitarios. Se pretende aquí, ante todo,
defender la libertad y la dignidad del individuo, e impedir que un ser
humano sea tratado como una mercancía. Otras disposiciones relativas a
delitos contra el derecho de gentes se refieren a la protecciòn de las
relaciones normales entre las colectividades, como el delito de
incitación a la guerra de agresión. La tipificación de los atentados
contra los medios de comunicación tiene como finalidad asegurar las
relaciones internacionales, tanto culturales como económicas. Por ello,
en el origen de ciertos delitos encontramos el atentado contra el ámbito
de los derechos individuales (cuya importancia es tal que recaban el
interés de toda la comunidad internacional), mientras que otros delitos
se refieren a las relaciones entre el individuo y la colectividad, así
como a las relaciones entre dos o más colectividades.
No obstante, hay delitos que reúnen los dos
elementos suscitados. Se trata, principalmente, de los atentados
perpetrados contra un individuo en tanto que miembro de una
colectividad. La voluntad del autor tiende no sólo a dañar al individuo,
sino, ante todo, a infligir un daño a la colectividad a la que éste
pertenece. Tales infracciones no sólo atentan contra los derechos
humanos, sino que, además y sobre todo, socavan los propios fundamentos
del orden social.(3)
Citemos aquí, en primer lugar, las acciones de
exterminio dirigidas contra grupos étnicos, confesionales o sociales,
sean cuales sean los motivos (políticos, religiosos, etcétera); tales
como, por ejemplo, matanzas, pogromos, acciones encaminadas a arruinar
la existencia económica de los miembros de una colectivida, etcétera.
Asimismo, debe incluirse aquí cualquier tipo de manifestación de
brutalidad a través de la cual una persona sufre un atentado contra su
dignidad, siempre que tales actos de humillación se originen en la lucha
de exterminio dirigida contra la colectividad a la que pertenece la
víctima.
Tomados en su conjunto, todos los actos de esta
naturaleza constituyen un delito contra el derecho de gentes que
designaremos con el nombre de «barbarie». Tomados por separado, todos
esos actos son punibles en los respectivos códigos; deberían constituir
delitos contra el derecho de gentes en virtud de su rasgo común, que es
amenazar la existencia de la colectividad contra la que se dirigen y el
orden social.
Normalmente, las consecuencias de tales actos
trascienden las relaciones entre los individuos y debilitan las bases de
la armonía de las relaciones comunes entre colectividades particulares.
Las acciones de este tipo dirigidas contra las
colectividades constituyen un peligro general (interestatal), dado el
carácter contagioso de toda psicosis social. Cual epidemias, pueden
transmitirse de un Estado a otro. El peligro constituido por tales actos
tienden a convertirse en estable porque las consecuencias delictivas,
al no poder obtenerse mediante un solo acto delictivo, necesitan, por el
contrario, toda una serie de acciones consecutivas.
Conviene subrayar que los intereses morales de la
comunidad internacional no son los únicos que resultan lesionados por
los actos de barbarie, sino también los económicos. En efecto, los actos
de barbarie, ejecutados de modo colectivo y sistemático, provocan a
menudo la emigración o la huida desorganizada de la población de un
Estado a otro, lo que puede tener una repercusión perjudicial en las
relaciones económicas del Estado de inmigración dadas las dificultades
laborales y la carencia de medios de subsistencia de los inmigrantes.
Por otra parte, ese entorno de personas desarraigadas constituye un
terreno propicio para toda suerte de tendencias asociales (véase el
reciente asesinato del presidente de la República Francesa [Paul Doumer,
7 de mayo de 1932]).
Los actos de vandalismo. La destrucción de obras artísticas y culturales
La hostilidad hacia un colectividad puede
manifestarse mediante la destrucción organizada y sistemática de las
obras que, procedan del campo de la ciencia, el arte o las letras, son
el testigo o la prueba del genio y del espíritu de aquélla. La
aportación de cualquier colectividad concreta a la cultura internacional
forma parte del patrimonio de toda la humanidad, al tiempo que conserva
sus rasgos distintivos. De ahí que la destrucción de una obra de arte,
sea del país que sea, deba contemplarse como un acto de vandalismo
contra la cultura mundial. El autor no sólo causa un daño irreparable al
propietario de la obra destruida y a la colectividad a la que éste
pertenece (o cuyo genio ha contribuido a la creación de la obra en
cuestión), es toda la humanidad cultural la que resulta vulnerada por
ese acto de vandalismo.
Tanto en los actos de barbarie como en los de
vandalismo se observa el ánimo específico particular del autor, asocial y
destructor. Por definición, este ánimo resulta contrario a la cultura y
al progreso de la humanidad. Hace retroceder la evolución del
pensamiento a la época tenebrosa de la Edad Media; los actos que causa
sacuden la conciencia de toda humanidad, y nos hacen temer por su
futuro. De ahí que los actos de vandalismo y de barbarie hayan de
considerarse delitos contra el derecho de gentes.
La provocación de catástrofes en las
comunicacioneses internacionales. La interrupción dolosa de la
explotación del telégrafo, el teléfono, el correo y el radiotelégrafo.
La propagación del contagio humano, animal y vegetal
La seguridad de la comunicación internacional, sea
terrestre, aérea o fluvial, debe reconocerse, sin duda, como un bien de
un valor inestimable. La provocación de una catástrofe ferroviaria en un
Estado atenta al mismo tiempo contra la comunicación internacional, sin
mencionar que incluso los ciudadanos de varios Estados pueden ser
víctimas. Tales actos constituyen un peligro general de primera
magnitud.
Los casos tan frecuentes en estos últimos tiempos
de catástrofes ferroviarias (intento de descarrilamiento de un tren
cerca de Basilea, caso Matuschka) ponen de manifiesto cierta
predilección de la criminalidad por atentados tan fáciles de perpetrar y
de consecuencias incalculables. ¿Qué puede resultar más fácil que
colocar en la vía férrea, en un lugar desierto, unas piedras u otros
obstáculos? Es muy difícil detener al autor, y el resultado se traduce
en la muerte de cientos de víctimas inocentes.
Al imponer medidas represivas contra los delitos de
este tipo, el legislador debe partir de la perspectiva de una
prevención lo más amplia posible, puesto que, como se acaba de decir, la
facilidad para cometer tal delito es muy grande, y las posibilidades de
descubrir al culpable, escasas. De modo que se hace necesario
coaccionar a los criminales de la manera más expresa posible. Por ello,
en caso de provocación de una catástrofe en la comunicación terrestre,
aérea o fluviale, se deberá aplicar la pena más severa prevista por el
código en cuestión.
También debe reconocerse como bien de valor
internacional la seguridad de la comunicación postal, telefónica,
telegráfica y radiotelegráfica. La acción dirigida contra esas
instalaciones provoca una perturbación de las relaciones internacionales
y pone trabas a la vida internacional. La ruptura de una línea
telefónica en un pequeño sector de cualquier Estado interrumpe
simultáneamente la conexión entre numerosos Estados situados a ambos
lados del sector perjudicado.
De igual modo, debe considerarse como delito contra
el derecho de gentes la propagación de contagio humano, animal o
vegetal. Este delito representa un peligro general interestatal, dado
que esas enfermedades pueden propagarse fácilmente de un país a otro y
provocar graves desastres.
En virtud de las consideraciones anteriormente
mencionadas, tengo el honor de proponer a la V Conferencia para la
Unificación del Derecho Penal el siguiente proyecto de texto legislativo
relativo a los delitos citados, proyecto que ha sido aprobado por el
Presidente de la Comisión Polaca de Cooperación Jurídica Internacional,
el profesor E. St. Rappaport.
Proyecto de texto
Artículo 1. Quien, por odio hacia una colectividad
racial, confesional o social, o con miras a su exterminio, emprenda una
acción punible contra la vida, la integridad física, la libertad, la
dignidad o la existencia económica de una persona perteneciente a dicha
colectividad, será castigado por un delito de barbarie con una pena de .
. . . , salvo que dicha conducta esté tipificada con una pena mayor en
una disposición del Código que corresponda aplicar. Al autor se le
impondrá idéntica pena si su acción se dirige contra una persona que
haya declarado su solidaridad con una colectividad similar o que haya
intervenido en favor de ella.
Artículo 2. Quien, por odio hacia una colectividad
racial, confesional o social, o con miras a su exterminio, destruya sus
obras culturales o artísticas, será castigado por un delito de
vandalismo con una pena de . . . . , salvo que dicha conducta esté
tipificada con una pena mayor en una disposición del Código que
corresponda aplicar.
Artículo 3. Quien dolosamente provoque una
catástrofe en la comunicación internacional terrestre, aérea o fluvial
destruyendo o retirando las instalaciones que aseguran el funcionamiento
regular de dichas instalciones, será castigado con una pena de …
Artículo 4. Quien dolosamente provoque una interrupción en la
comunicación internacional, postal, telegráfica, telefónica o
radiotelegráfica, retirando o destruyendo las instalaciones que aseguran
el funcionamiento regular de dichas instalaciones, será castigado con
una pena de . . . .
Artículo 5. Quien dolosamente propague un contagio humano, animal o vegetal, será castigado con una pena de . . .
Artículo 6. Al inductor y al cómplice se les impondrá las mismas penas que al autor del delito.
ArtÍculo 7. Las infracciones enumeradas en los
artículos 1 a 6 se perseguirán y castigarán con independencia del lugar
en el que se hayan cometido, de la infracción cometida y de la
nacionalidad de su autor, de conformidad con la ley vigente en el Estado
en que se persigan.
Propuesta de Convenio
Sería aconsejable y necesario que se concluyera un
Convenio internacional con el fin de garantizar la represión de los
delitos anteriormente mencionados.
NOTAS
(1) Respecto a esta materia, véanse los brillantes
informes del profesor Gunzburg en la Conferencia de Bruselas, así como
del profesor Radulesco en la Conferencia de París, así como el modesto
informe que yo mismo presenté en la Conferencia de París.
(2) Véase el informe del eminente profesor Donnedieu de Vabres en el III Congreso de Derecho Penal de Palermo (1933).
(3) El profesor V. V. Pella ha elaborado
magistralmente el concepto del orden social en su obra «La répression
des crimes contre la personalité de l'État», Recueil des Cours de
l'Académie de Droit International, 33 (1930-III), pp. 677 ss.
Introducción de Mónica Sumoy Gete-Alonso
En 1968, en su famoso testimonio ante el Tribunal
Internacional de Estocolmo que denunció simbólicamente los crímenes de
guerra estadounidenses en Vietnam (y que reproducimos en este pequeña
recopilación textos de Saltana en torno al genocidio), Jean-Paul Sartre
empezó su intervención mencionando la novedad de la palabra «genocidio» y
al hombre que la había inventado, Raphael Lemkin. Es probable que
muchos no conocieran en aquella época el tortuoso camino por el cual
este neologismo había terminado por formar parte de casi todas las
lenguas, y menos la vida de quien consiguió que los organismos
internacionales concedieran entidad jurídica al concepto: un jurista
polaco nacido en una granja de la región de Bezdowene en 1900 y
fallecido en Nueva York en 1959. Todavía en la actualidad es frecuente
atribuir erróneamente la genealogía de la idea de genocidio al
Holocausto judío o a la repentina necesidad de encontrar alguna forma de
definir los diversos actos de asesinato masivo sistemático perpetrados
por el nazismo.
En realidad, tanto el concepto como la palabra se
deben a la oscura labor de un hombre desolado ante el asesinato de los
armenios por parte de los turcos durante la Primera Guerra Mundial, así
como ante la matanza de los asirios cristianos en manos de los iraquíes a
principios de los años treinta. Lemkin reconoció una larga línea de
continuidad histórica en los horrores de las matanzas colectivas y
dedicó buena parte de su vida a estudiarlas con el ánimo de impedirlas.
De adolescente, había demostrado una asombrosa facilidad para las
lenguas, lo que lo llevó a estudiar Filología en la Universidad Johann
Kasimir de Lvov. Allí le llamó la atención el caso de Soghomon
Tehlirian, el armenio que el 15 de marzo de 1921 había asesinado en
Berlín a Talat Pashá, el ministro turco de Interior responsable de la
planificación del exterminio armenio. En opinión de Lemkin, resultaba
incongruente que se considerara delito matar a un hombre y que en cambio
no se considerara como tal el hecho de organizar la aniquilación de un
pueblo entero. Aquel mismo año, Lemkin abandonó sus estudios de
Filología y se matriculó en la Facultad de Derecho. Tras una estancia en
Alemania —donde también estudió Filosofía en la Universidad de
Heidelberg—, terminó la carrera de Derecho en Lvov y se convirtió en
profesor de la Universidad Libre de Varsovia. Durante más de doce años,
mientras trabajaba como fiscal (desde 1928) y como secretario del comité
encargado de la compilación de las leyes de la recién instituida
república polaca (desde 1929), dedicó una particular atención a la
investigación histórica y jurídica de los asesinatos en masa.
A finales de los años veinte, Lemkin también empezó
a participar en las reuniones de la Asociación Penal Internacional, que
intentaba encontrar alguna vía de afianzar el incipiente principio de
jurisdicción universal para las normas del derecho internacional y cuyos
debates se centraban entonces en la forma de definir los crímenes de
guerra y los delitos contra la paz. En 1933, apenas unos meses después
del ascenso de Hitler al poder y tras la matanza de Simele —en la que
más de tres mil asirios cristianos fueron torturados y salvajamente
asesinados por las tropas iraquíes que arrasaron sus iglesias y aldeas—,
presentó un informe sobre delitos transnacionales en la Quinta
Conferencia Internacional para la Unificación del Derecho Penal,
organizada en Madrid por la asociación bajo el auspicio de la Sociedad
de Naciones. Dicho informe tenía como título «Los actos que representan
un peligro general (o interestatal) considerados como delitos contra el
derecho de gentes». Entre otros puntos, Lemkin propuso proscribir a
través de un convenio internacional las «accciones de exterminio contra
grupos étnicos, confesionales o sociales» y las acciones de
«destrucción» de su patrimonio cultural y artístico, descritas como
actos «de barbarie» y «vandalismo» que infringían «los principios
humanitarios». Fue la primera vez en la historia moderna que, bajo el
principio de una jurisdicción humanitaria universal, se intentó
tipificar como delitos el exterminio y la persecución de cualquier grupo
o colectividad con una identidad distintiva y considerar como punibles
los crímenes cometidos con tal fin. Por desgracia, esta más que
bienintencionada propuesta no sólo no fue acogida por la Sociedad de
Naciones, sino que obligó a su autor a dimitir de sus cargos ante la
presión ejercida sobre él por el ministro de Asuntos Exteriores polaco
Józef Beck, quien juzgó sus opiniones gravemente perjudiciales para el
proceso de reconciliación en curso entre Polonia y la Alemania nazi.
Lemkin se vio obligado a dedicarse al ejercicio privado del derecho
hasta que, en 1939, tras ser movilizado y producirse la ocupación nazi
de Polonia, tuvo que huir a través del puerto lituano de Vilna, al que
llegó a pie atravesando el territorio ocupado por el Ejército Rojo, y se
refugió en Suecia.
En Estocolmo, Lemkin reunió pacientemente con la ayuda del
Ministerio de Asuntos Exteriores sueco una gran cantidad de documentos
legales nazis relativos a la Europa ocupada. En 1941, antes de la
invasión alemana de la Unión Soviética, se exilió a los Estados Unidos
tras cruzar casi todo el hemisferio norte, primero en el ferrocarril
transiberiano hasta Vladivostok y luego en sucesivas travesías marítimas
hasta Japón y Canadá. Lemkin se pasó el resto de la guerra en Carolina
del Norte y Washington, enseñado en la Universidad de Duke y colaborando
con la administración Roosevelt. En 1944, publicó los documentos que
había reunido en Estocolmo en forma de una extensa compilación
acompañada de un análisis de las políticas de ocupación y las técnicas
de exterminio de la Alemania nazi, El dominio del Eje en la Europa
ocupada, donde reformulaba las nociones del informe de 1933 como
«genocidio», término híbrido que acuñó a partir de la palabra griega
genos («raza» o «tribu») y del sufijo latino -cidio (del verbo occidere,
«matar»), en analogía con vocablos como «homicidio» o «fratricidio». La
férrea decisión de retomar la iniciativa que se había visto forzado a
abandonar en los años treinta hizo que, si bien con muchas dificultades,
sus ideas prosperaran tras la conclusión de las hostilidades. Lemkin
fue invitado en 1945 a participar en los juicios de Núremberg como
asesor del juez estadounidense Robert H. Jackson, pero los vivió con
decepción. Estuvo en desacuerdo con el hecho de que no se consideraran
punibles los actos inhumanos cometidos por el nazismo antes de la guerra
y, aunque el término «genocidio» se menciona en las actas, no consiguió
que tuviera más valor que el descriptivo debido a la objección de los
fiscales británicos, quienes argumentaron que el vocablo no aparecía en
ningún diccionario. Impelido por su extrema preocupación ante el vacío
legal frente a lo que había definido como «el fenómeno de la destrucción
de poblaciones enteras, de grupos nacionales, raciales o religiosos,
tanto biológica como culturalmente», volvió a proponer en la Conferencia
de Paz de París de 1946 que se tipificaran una serie delitos contra la
humanidad. La propuesta fue rechazada. Tras ello, presentó a diversos
países, de nuevo sin éxito, el borrador de su convenio sobre el
genocidio. Sin embargo, en diciembre de ese mismo año, sus esfuerzos
empezaron a dar algunos frutos: la Asamblea General de las Naciones
Unidas condenó en términos genéricos los crímenes relacionados con el
genocidio, caracterizado como «rechazo a la existencia de grupos humanos
enteros», y fue nombrado, junto con el jurista rumano Vespasiano Pella y
el francés Henri Donnadieu de Vabres, asesor de la comisión encargada
de redactar un nuevo borrador. Finalmente, tras vencer la resistencia de
diplomacias, de gobiernos y de los propios funcionarios de las Naciones
Unidas, la propuesta contó con el respaldo de los Estados Unidos y el
Reino Unido y pudo tratarse en 1948 en la Asamblea General de las
Naciones Unidas, que —aunque sólo parcialmente— la aprobó con el nombre
de Convenio para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio.
Los últimos años de la vida de Lemkin estuvieron
llenos de sinsabores. En Núremberg descubrió que había perdido a casi la
totalidad de sus numerosos familiares, de origen judío, debido al
Holocausto: algunos en el gueto de Varsovia, los demás en marchas de la
muerte y campos de concentración. Los únicos supervivientes fueron la
familia de su hermano, que logró sobrevivir a un campo de trabajos
forzados soviético. Nunca regresó a Polonia. Pese a ser propuesto para
el Premio Nobel de la Paz en 1950 y 1952, no consiguió que ninguna
editorial estadounidense publicara su Historia del genocidio, alegando
que el tema carecía de interés. Además, vio cómo el Senado
estadounidense se negaba a ratificar la Convención que el país había
votado favorablemente unos años antes en la Asamblea de las Naciones
Unidas, una decisión que no se revisaría hasta 1986. Poco antes de
fallecer, exhausto y en la pobreza, Lemkin escribió una autobiografía,
donde recordaba la impresión que ya le había producido en la infancia la
eliminación de grupos enteros de población:
En mi niñez, leí Quo Vadis de Henry Sienkiewicz, un relato
fascinante sobre el sufrimiento de los primeros cristianos y el empeño
de los romanos en destruirlos sólo porque creían en Cristo. Nada ni
nadie podía salvarlos (...) No fue sólo la curiosidad lo que me llevó a
buscar en la historia ejemplos similares, como el caso de los hugonotes,
los moros en España, los aztecas en México, los católicos en Japón, o
innumerables razas y naciones bajo Gengis Jan. El rastro de esta
inanerrable destrucción conducía en línea recta a los tiempos modernos,
hasta el umbral de mi propia vida. Me quedé asombrado por la recurrencia
del mal, por las enormes pérdidas de vidas y de culturas, por la
desesperada imposibilidad de revivir a los muertos o consolar a los
huérfanos y, por encima de todo, por la impunidad en la que fríamente se
apoyaban los culpables.
El informe que aquí presentamos constituye, pues,
el primer texto del siglo XX donde un jurista propone criminalizar la
eliminación de un grupo por razones étnicas, religiosas o sociales, así
como la destrucción de obras artísticas y culturales en razón de su
adscripción a una colectividad. También contiene algunas otras
consideraciones interesantes desde un punto de vista actual, como el
rechazo a que el terrorismo pueda tipificarse como un delito
transnacional por el carácter ambiguo del fenómeno, dado que lo que se
considera como tal puede variar de un Estado a otro.
En la actualidad, medio siglo después de la
aprobación del Convenio para la Prevención y Sanción del Delito de
Genocidio, más de una veintena de Estados, entre los que se cuentan los
Estados Unidos y China, siguen manteniendo reservas a partes del mismo,
en particular en lo que concierne a admitir la jurisdicción de un
tribunal penal internacional. Las enormes dificultades para la
aplicación del Convenio en este último medio siglo han sido manifiestas:
la primera condena por el delito de genocidio por parte de un tribunal
penal internacional no se produjo hasta 1994, después de que las fuerzas
militares y civiles de origen hutu exterminaran a unos 800.000 tutsis
en el contexto de la guerra civil ruandesa. (T)
|
|