"actos que representan un peligro general"
por Raphael Lemkin.

      

 

Actos que representan un peligro general (interestatal) considerados como delitos contra el derecho de gentes.
Traducción de Mónica Sumoy Gete-Alonso.

Se cumplen 60 años de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1948. El suceso está íntimamente vinculado a la Shoá como acontecimiento singular que marca la historia de modo indeleble. La fecha evoca a Rafael Lemkin, polaco, abogado, quien había solicitado a la Liga de las Naciones que se declarara "acto de barbarismo" cualquier forma de exterminación masiva de personas. Luego de la invasión nazi a Polonia en 1939 Lemkin se unió a otros judíos como él para organizar la resistencia. Sobrevivió a la matanza huyendo a Suecia y luego a los Estados Unidos.
En 1943 inventó la palabra genocidio para, como dijera Kofi Annan, ex-Secretario General de las Naciones Unidas, "darle un nuevo nombre a un viejo crimen". En 1944 la palabra apareció impresa por primera vez en el libro "Axis Rule in Occupied Europe", obra del propio Lemkin. En 1946 logró que las Naciones Unidas reconociera al genocidio como un crimen internacional.
Pensar en Lemkin es recordar a miles de hombres y mujeres de distintas nacionalidades quienes, como él, lucharon contra el imperio de la barbarie.
Baruj Tenembaum

 .Los delitos contra el derecho de gentes considerados en general

El concepto de delito contra el derecho de gentes procede de la lucha solidaria de la comunidad civilizada contra la criminalidad. Desde un punto de vista formal, esta solidaridad se plasma en el principio de represión universal, que permite juzgar al criminal en el lugar de su detención (forum loci deprehensionis), cualesquiera que sean los lugares donde se ha cometido el crimen y la nacionalidad del autor. En virtud de dicho principio, si el acto delictivo se cometió en el territorio del Estado A pero su autor ha sido detenido en el Estado B, este último es quien debe juzgarlo por el acto perpetrado fuera de su territorio. Semejante autor es considerado como enemigo de toda la comunidad internacional, por lo que será perseguido en todos los Estados en razón de un acto calificado de dañino para el conjunto de la comunidad internacional.

Dicho principio de represión universal no se aplica a todas las infracciones, sino sólo a las que se estiman especialmente lesivas para la comunidad internacional cuyos intereses amenazan, ya sean intereses materiales o morales (delitos contra el derecho de gentes). El propio hecho de que las infracciones de esta naturaleza sean punibles pone de manifiesto la existencia de una conciencia jurídica de la comunidad jurídica internacional civilizada. Conviene recordar, en apoyo de esta tesis, que ciertas infracciones o ciertos actos ilícitos cometidos en el territorio del Estado A suscitan reacciones espontáneas de los otros Estados, las cuales se exteriorizan a través de la prensa, de protestas colectivas públicas o, incluso, de actuaciones diplomáticas en apoyo de las víctimas de tales infracciones (intervenciones humanitarias).

La I Conferencia para la Unificación del Derecho Penal, reunida en Varsovia en 1927, calificó como delitos contra el derecho de gentes los que siguen:

a) la piratería;
b) la falsificación de monedas metálicas, otros efectos públicos o billetes de banco;
c) la trata de esclavos;
d) la trata de mujeres y niños;
e) el uso doloso de cualquier medio capaz de causar un peligro común;
f) el tráfico de estupefacientes y
g) el tráfico de publicaciones obscenas.

Esta lista ha sido ampliada en posteriores congresos (entre otros, en el I Congreso de Derecho Comparado de La Haya de 1932). Asimismo, las investigaciones científicas han emprendido la vía de la definición de nuevos delitos contra el derecho de gentes, como, por ejemplo, la tipificación de la propaganda de la guerra de agresión, debida a la iniciativa del profesor E. St. Rappaport.

Con todo, sería un error contemplar la citada lista como acabada. La previsión del legislador es menor que el ingenio de los criminales; la abundancia y la variedad de los fenómenos hacen que ciertos actos llamen la atención del legislador sólo cuando se han convertido en peligrosos para la sociedad.

Consecuencias que se desprenden de considerar el terrorismo como delito contra el derecho de gentes

Con motivo de la invitación especial del Comité organizador, invitación por la que me siento muy halagado, tengo el honor de presentar a la Alta Conferencia el informe sobre una cuestión de Unificación del Derecho Penal harto debatida a lo largo de las Conferencias Internacionales y respecto a la que a día de hoy no se ha alcanzado un acercamiento ni un acuerdo entre las opiniones de los especialistas expresadas al respecto. Dicha cuestión está relacionada con la iniciativa de la Conferencia de Varsovia (1927), que incluyó entre los delitos contra el derecho de gentes «el uso doloso de cualquier medio capaz de hacer correr un peligro común». La III Conferencia para la Unificación del Derecho Penal (Bruselas, 1930) debía de ocuparse de codificar tales delitos tomando como punto de partida para dicha deliberación la fórmula de la Conferencia de Varsovia citada incidentalmente.

El comité organizador de la Conferencia de Bruselas añadió a la fórmula varsoviana, entre paréntesis, la palabra «terrorismo». Este añadido accidental adquirió tal importancia que luego se trató como tema principal, en detrimento de la cuestión originaria; se dejó de lado el uso doloso de cualquier medio capaz de hacer correr un peligro común en el intento de codificar un delito nuevo: el terrorismo.(1)

Esos esfuerzos que no vieron coronados por el éxito ni en Bruselas ni en París. Por otra parte, la tarea tipificadora tampoco pudo llevarse a término, por cuanto el terrorismo no se corresponde con una forma legislativa sintética. La palabra «terrorismo» no constituye concepto jurídico alguno; las voces «terrorismo», «terroristas» y «actos de terrorismo» son expresiones empleadas en el lenguaje corriente y en la prensa para designar una especial disposición de ánimo de los criminales que con sus acciones cometen además delitos concretos. Así pues, estaba en lo cierto el profesor Rocco al plantear, durante el debate de la Conferencia de París, que el terrorismo no presenta una concepción uniforme, sino que abarca una gama de actos delictivos de naturaleza dispar.

En este orden de cosas, entendemos que la creación de un nuevo delito contra el derecho de gentes denominado «terrorismo» sería inútil y superfluo; habría que volver más bien, mutatis mutandis, a la fórmula de Varsovia y, mediante su análisis, elaborar una serie de disposiciones relativas a los actos tan perjudiciales y peligrosos para la comunidad internacional que su carácter de delito contra el derecho de gentes fuera unánimemente considerado por todos como indicado y necesario, y no suscitara objeción alguna. Ahora bien, la idea de peligro común en la que se basa la fórmula varsoviana es demasiado limitada; debe ampliarse todavía más. No se trata estrictamente del peligro común, sino de una noción más lata, el peligro general, al que denominaremos «peligro interestatal». El peligro común amenaza a los sujetos individualmente indeterminados, o a una cantidad indefinida de bienes de un territorio más o menos determinado, mientras que el peligro general (o interestatal) amenaza a los intereses de diversos Estados o de sus habitantes.(2)

Así, por ejemplo, el incendio de una casa es un delito que consiste en provocar el peligro común, porque el fuego puede propagarse a las casas vecinas; sin embargo, tal acto no puede calificarse como un delito contra el derecho de gentes, pues no representa ninguna amenaza para los intereses de la comunidad internacional.

Partiendo de la fórmula de Varsovia, modificada in fine como sigue: «cualquier medio capaz de hacer correr un peligro general (interestatal)», tengo el honor de proponer a la Alta Conferencia que sean clasificados entre los delitos contra el derecho de gentes los siguientes delitos: a) los actos de barbarie; b) los actos de vandalismo; c) la provocación de catástrofes en la comunicación internacional; d) la interrupción dolosa de las comunicaciones internacionales por correo, telégrafo, teléfono o radiotelégrafo; y e) la propagación del contagio humano, animal o vegetal.

Los actos de barbarie

Tras analizar los fundamentos de ciertos delitos contra el derecho de gentes, tales como la trata de blancas, niños y esclavos, hemos de concluir que se juzgan punibles; ello es así en virtud de los postulados humanitarios. Se pretende aquí, ante todo, defender la libertad y la dignidad del individuo, e impedir que un ser humano sea tratado como una mercancía. Otras disposiciones relativas a delitos contra el derecho de gentes se refieren a la protecciòn de las relaciones normales entre las colectividades, como el delito de incitación a la guerra de agresión. La tipificación de los atentados contra los medios de comunicación tiene como finalidad asegurar las relaciones internacionales, tanto culturales como económicas. Por ello, en el origen de ciertos delitos encontramos el atentado contra el ámbito de los derechos individuales (cuya importancia es tal que recaban el interés de toda la comunidad internacional), mientras que otros delitos se refieren a las relaciones entre el individuo y la colectividad, así como a las relaciones entre dos o más colectividades.

No obstante, hay delitos que reúnen los dos elementos suscitados. Se trata, principalmente, de los atentados perpetrados contra un individuo en tanto que miembro de una colectividad. La voluntad del autor tiende no sólo a dañar al individuo, sino, ante todo, a infligir un daño a la colectividad a la que éste pertenece. Tales infracciones no sólo atentan contra los derechos humanos, sino que, además y sobre todo, socavan los propios fundamentos del orden social.(3)

Citemos aquí, en primer lugar, las acciones de exterminio dirigidas contra grupos étnicos, confesionales o sociales, sean cuales sean los motivos (políticos, religiosos, etcétera); tales como, por ejemplo, matanzas, pogromos, acciones encaminadas a arruinar la existencia económica de los miembros de una colectivida, etcétera. Asimismo, debe incluirse aquí cualquier tipo de manifestación de brutalidad a través de la cual una persona sufre un atentado contra su dignidad, siempre que tales actos de humillación se originen en la lucha de exterminio dirigida contra la colectividad a la que pertenece la víctima.

Tomados en su conjunto, todos los actos de esta naturaleza constituyen un delito contra el derecho de gentes que designaremos con el nombre de «barbarie». Tomados por separado, todos esos actos son punibles en los respectivos códigos; deberían constituir delitos contra el derecho de gentes en virtud de su rasgo común, que es amenazar la existencia de la colectividad contra la que se dirigen y el orden social.

Normalmente, las consecuencias de tales actos trascienden las relaciones entre los individuos y debilitan las bases de la armonía de las relaciones comunes entre colectividades particulares.

Las acciones de este tipo dirigidas contra las colectividades constituyen un peligro general (interestatal), dado el carácter contagioso de toda psicosis social. Cual epidemias, pueden transmitirse de un Estado a otro. El peligro constituido por tales actos tienden a convertirse en estable porque las consecuencias delictivas, al no poder obtenerse mediante un solo acto delictivo, necesitan, por el contrario, toda una serie de acciones consecutivas.

Conviene subrayar que los intereses morales de la comunidad internacional no son los únicos que resultan lesionados por los actos de barbarie, sino también los económicos. En efecto, los actos de barbarie, ejecutados de modo colectivo y sistemático, provocan a menudo la emigración o la huida desorganizada de la población de un Estado a otro, lo que puede tener una repercusión perjudicial en las relaciones económicas del Estado de inmigración dadas las dificultades laborales y la carencia de medios de subsistencia de los inmigrantes. Por otra parte, ese entorno de personas desarraigadas constituye un terreno propicio para toda suerte de tendencias asociales (véase el reciente asesinato del presidente de la República Francesa [Paul Doumer, 7 de mayo de 1932]).

Los actos de vandalismo. La destrucción de obras artísticas y culturales

La hostilidad hacia un colectividad puede manifestarse mediante la destrucción organizada y sistemática de las obras que, procedan del campo de la ciencia, el arte o las letras, son el testigo o la prueba del genio y del espíritu de aquélla. La aportación de cualquier colectividad concreta a la cultura internacional forma parte del patrimonio de toda la humanidad, al tiempo que conserva sus rasgos distintivos. De ahí que la destrucción de una obra de arte, sea del país que sea, deba contemplarse como un acto de vandalismo contra la cultura mundial. El autor no sólo causa un daño irreparable al propietario de la obra destruida y a la colectividad a la que éste pertenece (o cuyo genio ha contribuido a la creación de la obra en cuestión), es toda la humanidad cultural la que resulta vulnerada por ese acto de vandalismo.

Tanto en los actos de barbarie como en los de vandalismo se observa el ánimo específico particular del autor, asocial y destructor. Por definición, este ánimo resulta contrario a la cultura y al progreso de la humanidad. Hace retroceder la evolución del pensamiento a la época tenebrosa de la Edad Media; los actos que causa sacuden la conciencia de toda humanidad, y nos hacen temer por su futuro. De ahí que los actos de vandalismo y de barbarie hayan de considerarse delitos contra el derecho de gentes.

La provocación de catástrofes en las comunicacioneses internacionales. La interrupción dolosa de la explotación del telégrafo, el teléfono, el correo y el radiotelégrafo. La propagación del contagio humano, animal y vegetal

La seguridad de la comunicación internacional, sea terrestre, aérea o fluvial, debe reconocerse, sin duda, como un bien de un valor inestimable. La provocación de una catástrofe ferroviaria en un Estado atenta al mismo tiempo contra la comunicación internacional, sin mencionar que incluso los ciudadanos de varios Estados pueden ser víctimas. Tales actos constituyen un peligro general de primera magnitud.

Los casos tan frecuentes en estos últimos tiempos de catástrofes ferroviarias (intento de descarrilamiento de un tren cerca de Basilea, caso Matuschka) ponen de manifiesto cierta predilección de la criminalidad por atentados tan fáciles de perpetrar y de consecuencias incalculables. ¿Qué puede resultar más fácil que colocar en la vía férrea, en un lugar desierto, unas piedras u otros obstáculos? Es muy difícil detener al autor, y el resultado se traduce en la muerte de cientos de víctimas inocentes.

Al imponer medidas represivas contra los delitos de este tipo, el legislador debe partir de la perspectiva de una prevención lo más amplia posible, puesto que, como se acaba de decir, la facilidad para cometer tal delito es muy grande, y las posibilidades de descubrir al culpable, escasas. De modo que se hace necesario coaccionar a los criminales de la manera más expresa posible. Por ello, en caso de provocación de una catástrofe en la comunicación terrestre, aérea o fluviale, se deberá aplicar la pena más severa prevista por el código en cuestión.

También debe reconocerse como bien de valor internacional la seguridad de la comunicación postal, telefónica, telegráfica y radiotelegráfica. La acción dirigida contra esas instalaciones provoca una perturbación de las relaciones internacionales y pone trabas a la vida internacional. La ruptura de una línea telefónica en un pequeño sector de cualquier Estado interrumpe simultáneamente la conexión entre numerosos Estados situados a ambos lados del sector perjudicado.

De igual modo, debe considerarse como delito contra el derecho de gentes la propagación de contagio humano, animal o vegetal. Este delito representa un peligro general interestatal, dado que esas enfermedades pueden propagarse fácilmente de un país a otro y provocar graves desastres.

En virtud de las consideraciones anteriormente mencionadas, tengo el honor de proponer a la V Conferencia para la Unificación del Derecho Penal el siguiente proyecto de texto legislativo relativo a los delitos citados, proyecto que ha sido aprobado por el Presidente de la Comisión Polaca de Cooperación Jurídica Internacional, el profesor E. St. Rappaport.

Proyecto de texto

Artículo 1. Quien, por odio hacia una colectividad racial, confesional o social, o con miras a su exterminio, emprenda una acción punible contra la vida, la integridad física, la libertad, la dignidad o la existencia económica de una persona perteneciente a dicha colectividad, será castigado por un delito de barbarie con una pena de . . . . , salvo que dicha conducta esté tipificada con una pena mayor en una disposición del Código que corresponda aplicar. Al autor se le impondrá idéntica pena si su acción se dirige contra una persona que haya declarado su solidaridad con una colectividad similar o que haya intervenido en favor de ella.

Artículo 2. Quien, por odio hacia una colectividad racial, confesional o social, o con miras a su exterminio, destruya sus obras culturales o artísticas, será castigado por un delito de vandalismo con una pena de . . . . , salvo que dicha conducta esté tipificada con una pena mayor en una disposición del Código que corresponda aplicar.

Artículo 3. Quien dolosamente provoque una catástrofe en la comunicación internacional terrestre, aérea o fluvial destruyendo o retirando las instalaciones que aseguran el funcionamiento regular de dichas instalciones, será castigado con una pena de …

Artículo 4. Quien dolosamente provoque una interrupción en la comunicación internacional, postal, telegráfica, telefónica o radiotelegráfica, retirando o destruyendo las instalaciones que aseguran el funcionamiento regular de dichas instalaciones, será castigado con una pena de . . . .

Artículo 5. Quien dolosamente propague un contagio humano, animal o vegetal, será castigado con una pena de . . .

Artículo 6. Al inductor y al cómplice se les impondrá las mismas penas que al autor del delito.

ArtÍculo 7. Las infracciones enumeradas en los artículos 1 a 6 se perseguirán y castigarán con independencia del lugar en el que se hayan cometido, de la infracción cometida y de la nacionalidad de su autor, de conformidad con la ley vigente en el Estado en que se persigan.

Propuesta de Convenio

Sería aconsejable y necesario que se concluyera un Convenio internacional con el fin de garantizar la represión de los delitos anteriormente mencionados.


NOTAS

(1) Respecto a esta materia, véanse los brillantes informes del profesor Gunzburg en la Conferencia de Bruselas, así como del profesor Radulesco en la Conferencia de París, así como el modesto informe que yo mismo presenté en la Conferencia de París.
(2) Véase el informe del eminente profesor Donnedieu de Vabres en el III Congreso de Derecho Penal de Palermo (1933).
(3) El profesor V. V. Pella ha elaborado magistralmente el concepto del orden social en su obra «La répression des crimes contre la personalité de l'État», Recueil des Cours de l'Académie de Droit International, 33 (1930-III), pp. 677 ss.


Introducción de Mónica Sumoy Gete-Alonso

En 1968, en su famoso testimonio ante el Tribunal Internacional de Estocolmo que denunció simbólicamente los crímenes de guerra estadounidenses en Vietnam (y que reproducimos en este pequeña recopilación textos de Saltana en torno al genocidio), Jean-Paul Sartre empezó su intervención mencionando la novedad de la palabra «genocidio» y al hombre que la había inventado, Raphael Lemkin. Es probable que muchos no conocieran en aquella época el tortuoso camino por el cual este neologismo había terminado por formar parte de casi todas las lenguas, y menos la vida de quien consiguió que los organismos internacionales concedieran entidad jurídica al concepto: un jurista polaco nacido en una granja de la región de Bezdowene en 1900 y fallecido en Nueva York en 1959. Todavía en la actualidad es frecuente atribuir erróneamente la genealogía de la idea de genocidio al Holocausto judío o a la repentina necesidad de encontrar alguna forma de definir los diversos actos de asesinato masivo sistemático perpetrados por el nazismo.

En realidad, tanto el concepto como la palabra se deben a la oscura labor de un hombre desolado ante el asesinato de los armenios por parte de los turcos durante la Primera Guerra Mundial, así como ante la matanza de los asirios cristianos en manos de los iraquíes a principios de los años treinta. Lemkin reconoció una larga línea de continuidad histórica en los horrores de las matanzas colectivas y dedicó buena parte de su vida a estudiarlas con el ánimo de impedirlas. De adolescente, había demostrado una asombrosa facilidad para las lenguas, lo que lo llevó a estudiar Filología en la Universidad Johann Kasimir de Lvov. Allí le llamó la atención el caso de Soghomon Tehlirian, el armenio que el 15 de marzo de 1921 había asesinado en Berlín a Talat Pashá, el ministro turco de Interior responsable de la planificación del exterminio armenio. En opinión de Lemkin, resultaba incongruente que se considerara delito matar a un hombre y que en cambio no se considerara como tal el hecho de organizar la aniquilación de un pueblo entero. Aquel mismo año, Lemkin abandonó sus estudios de Filología y se matriculó en la Facultad de Derecho. Tras una estancia en Alemania —donde también estudió Filosofía en la Universidad de Heidelberg—, terminó la carrera de Derecho en Lvov y se convirtió en profesor de la Universidad Libre de Varsovia. Durante más de doce años, mientras trabajaba como fiscal (desde 1928) y como secretario del comité encargado de la compilación de las leyes de la recién instituida república polaca (desde 1929), dedicó una particular atención a la investigación histórica y jurídica de los asesinatos en masa.

A finales de los años veinte, Lemkin también empezó a participar en las reuniones de la Asociación Penal Internacional, que intentaba encontrar alguna vía de afianzar el incipiente principio de jurisdicción universal para las normas del derecho internacional y cuyos debates se centraban entonces en la forma de definir los crímenes de guerra y los delitos contra la paz. En 1933, apenas unos meses después del ascenso de Hitler al poder y tras la matanza de Simele —en la que más de tres mil asirios cristianos fueron torturados y salvajamente asesinados por las tropas iraquíes que arrasaron sus iglesias y aldeas—, presentó un informe sobre delitos transnacionales en la Quinta Conferencia Internacional para la Unificación del Derecho Penal, organizada en Madrid por la asociación bajo el auspicio de la Sociedad de Naciones. Dicho informe tenía como título «Los actos que representan un peligro general (o interestatal) considerados como delitos contra el derecho de gentes». Entre otros puntos, Lemkin propuso proscribir a través de un convenio internacional las «accciones de exterminio contra grupos étnicos, confesionales o sociales» y las acciones de «destrucción» de su patrimonio cultural y artístico, descritas como actos «de barbarie» y «vandalismo» que infringían «los principios humanitarios». Fue la primera vez en la historia moderna que, bajo el principio de una jurisdicción humanitaria universal, se intentó tipificar como delitos el exterminio y la persecución de cualquier grupo o colectividad con una identidad distintiva y considerar como punibles los crímenes cometidos con tal fin. Por desgracia, esta más que bienintencionada propuesta no sólo no fue acogida por la Sociedad de Naciones, sino que obligó a su autor a dimitir de sus cargos ante la presión ejercida sobre él por el ministro de Asuntos Exteriores polaco Józef Beck, quien juzgó sus opiniones gravemente perjudiciales para el proceso de reconciliación en curso entre Polonia y la Alemania nazi. Lemkin se vio obligado a dedicarse al ejercicio privado del derecho hasta que, en 1939, tras ser movilizado y producirse la ocupación nazi de Polonia, tuvo que huir a través del puerto lituano de Vilna, al que llegó a pie atravesando el territorio ocupado por el Ejército Rojo, y se refugió en Suecia.
En Estocolmo, Lemkin reunió pacientemente con la ayuda del Ministerio de Asuntos Exteriores sueco una gran cantidad de documentos legales nazis relativos a la Europa ocupada. En 1941, antes de la invasión alemana de la Unión Soviética, se exilió a los Estados Unidos tras cruzar casi todo el hemisferio norte, primero en el ferrocarril transiberiano hasta Vladivostok y luego en sucesivas travesías marítimas hasta Japón y Canadá. Lemkin se pasó el resto de la guerra en Carolina del Norte y Washington, enseñado en la Universidad de Duke y colaborando con la administración Roosevelt. En 1944, publicó los documentos que había reunido en Estocolmo en forma de una extensa compilación acompañada de un análisis de las políticas de ocupación y las técnicas de exterminio de la Alemania nazi, El dominio del Eje en la Europa ocupada, donde reformulaba las nociones del informe de 1933 como «genocidio», término híbrido que acuñó a partir de la palabra griega genos («raza» o «tribu») y del sufijo latino -cidio (del verbo occidere, «matar»), en analogía con vocablos como «homicidio» o «fratricidio». La férrea decisión de retomar la iniciativa que se había visto forzado a abandonar en los años treinta hizo que, si bien con muchas dificultades, sus ideas prosperaran tras la conclusión de las hostilidades. Lemkin fue invitado en 1945 a participar en los juicios de Núremberg como asesor del juez estadounidense Robert H. Jackson, pero los vivió con decepción. Estuvo en desacuerdo con el hecho de que no se consideraran punibles los actos inhumanos cometidos por el nazismo antes de la guerra y, aunque el término «genocidio» se menciona en las actas, no consiguió que tuviera más valor que el descriptivo debido a la objección de los fiscales británicos, quienes argumentaron que el vocablo no aparecía en ningún diccionario. Impelido por su extrema preocupación ante el vacío legal frente a lo que había definido como «el fenómeno de la destrucción de poblaciones enteras, de grupos nacionales, raciales o religiosos, tanto biológica como culturalmente», volvió a proponer en la Conferencia de Paz de París de 1946 que se tipificaran una serie delitos contra la humanidad. La propuesta fue rechazada. Tras ello, presentó a diversos países, de nuevo sin éxito, el borrador de su convenio sobre el genocidio. Sin embargo, en diciembre de ese mismo año, sus esfuerzos empezaron a dar algunos frutos: la Asamblea General de las Naciones Unidas condenó en términos genéricos los crímenes relacionados con el genocidio, caracterizado como «rechazo a la existencia de grupos humanos enteros», y fue nombrado, junto con el jurista rumano Vespasiano Pella y el francés Henri Donnadieu de Vabres, asesor de la comisión encargada de redactar un nuevo borrador. Finalmente, tras vencer la resistencia de diplomacias, de gobiernos y de los propios funcionarios de las Naciones Unidas, la propuesta contó con el respaldo de los Estados Unidos y el Reino Unido y pudo tratarse en 1948 en la Asamblea General de las Naciones Unidas, que —aunque sólo parcialmente— la aprobó con el nombre de Convenio para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio.

Los últimos años de la vida de Lemkin estuvieron llenos de sinsabores. En Núremberg descubrió que había perdido a casi la totalidad de sus numerosos familiares, de origen judío, debido al Holocausto: algunos en el gueto de Varsovia, los demás en marchas de la muerte y campos de concentración. Los únicos supervivientes fueron la familia de su hermano, que logró sobrevivir a un campo de trabajos forzados soviético. Nunca regresó a Polonia. Pese a ser propuesto para el Premio Nobel de la Paz en 1950 y 1952, no consiguió que ninguna editorial estadounidense publicara su Historia del genocidio, alegando que el tema carecía de interés. Además, vio cómo el Senado estadounidense se negaba a ratificar la Convención que el país había votado favorablemente unos años antes en la Asamblea de las Naciones Unidas, una decisión que no se revisaría hasta 1986. Poco antes de fallecer, exhausto y en la pobreza, Lemkin escribió una autobiografía, donde recordaba la impresión que ya le había producido en la infancia la eliminación de grupos enteros de población:
En mi niñez, leí Quo Vadis de Henry Sienkiewicz, un relato fascinante sobre el sufrimiento de los primeros cristianos y el empeño de los romanos en destruirlos sólo porque creían en Cristo. Nada ni nadie podía salvarlos (...) No fue sólo la curiosidad lo que me llevó a buscar en la historia ejemplos similares, como el caso de los hugonotes, los moros en España, los aztecas en México, los católicos en Japón, o innumerables razas y naciones bajo Gengis Jan. El rastro de esta inanerrable destrucción conducía en línea recta a los tiempos modernos, hasta el umbral de mi propia vida. Me quedé asombrado por la recurrencia del mal, por las enormes pérdidas de vidas y de culturas, por la desesperada imposibilidad de revivir a los muertos o consolar a los huérfanos y, por encima de todo, por la impunidad en la que fríamente se apoyaban los culpables.

El informe que aquí presentamos constituye, pues, el primer texto del siglo XX donde un jurista propone criminalizar la eliminación de un grupo por razones étnicas, religiosas o sociales, así como la destrucción de obras artísticas y culturales en razón de su adscripción a una colectividad. También contiene algunas otras consideraciones interesantes desde un punto de vista actual, como el rechazo a que el terrorismo pueda tipificarse como un delito transnacional por el carácter ambiguo del fenómeno, dado que lo que se considera como tal puede variar de un Estado a otro.

En la actualidad, medio siglo después de la aprobación del Convenio para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio, más de una veintena de Estados, entre los que se cuentan los Estados Unidos y China, siguen manteniendo reservas a partes del mismo, en particular en lo que concierne a admitir la jurisdicción de un tribunal penal internacional. Las enormes dificultades para la aplicación del Convenio en este último medio siglo han sido manifiestas: la primera condena por el delito de genocidio por parte de un tribunal penal internacional no se produjo hasta 1994, después de que las fuerzas militares y civiles de origen hutu exterminaran a unos 800.000 tutsis en el contexto de la guerra civil ruandesa. (T)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 



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